Ayer nos acercamos al Arriaga para ver la última reinterpretación de Declan Donnellan de un clásico shakespeariano: The Winter’s Tale. Para aquellas/os que no sepan nada de la dramaturgia, la obra gira en torno a un buen rey (de Sicilia), una buena reina (también de Sicilia), y su buen amigo (de Bohemia). El rey, hasta entonces feliz con ambos esposa y amigo, empieza un día a sospechar un romance entre ellos sin mucho fundamento; y al siguiente se vuelve loco y la lía parda. Un par de muertes, otros tantos ostracismos y los correspondientes devenires de un destino misterioso, (aunque no inescrutable, gracias a la ayuda del oráculo de Apolo que nos explica convenientemente qué va a suceder), son los ingredientes de un drama shakespeariano en toda regla. Uno cuya representación estaría a estas alturas lejos de la novedad. Aquí es donde entra en escena (no pun intended dirían ellos) Declan Donnellan, un maestro director aclamado a nivel internacional por su dexteridad a la hora de reinterpretar los clásicos para audiencias contemporáneas.
En esta versión de The Winter’s Tale Donnellan huye de moralinas y se centra en vez en un dinamismo vertiginoso y extremadamente visual, en el que si quieres conclusiones filosóficas ya te las sacarás tú al final. El espectáculo dura 2h. 45’ (con un descanso de 20’), está narrado en el inglés del bardo (ligeramente adaptado al inglés contemporáneo) y lleva sobretítulos, nada de lo cual hace excesivos favores al público. Sin embargo, A Winter’s Tale vuela por delante de los ojos con un tempo medido al milímetro: en ocasiones las relaciones humanas se convierten en deporte de contacto y los razonamientos se producen en carrera, en otras una se encuentra en el borde del asiento para no perderse una confesión a medio aliento.
La escenografía es mínimal, pero acertada, y consiste principalmente de un contenedor de madera tipo carguero que hace las veces de telón de fondo, pantalla de proyección, transporte o espacio escénico. Muta y es manipulado por los actores, a quienes respalda, restringe o libera según el momento; y que según ese momento se convertirá en un ataúd, el trasfondo de una fiesta (...electro-yeyé?) o el plató de un programa de televisión tipo Jerry Springer. Los actores, soberbios, pasan del dramatismo más histriónico y electrizante, al más contenido e íntimo, pasando por un selfie grupal y la sobriedad de un clímax final sorprendentemente tenue y sutil. Asombrosamente, detrás de toda esta parafernalia inteligente, Shakespeare sigue ahí (en nuestra opinión, representado fielmente en su esencia). A Javier Marías le horrorizaría. A nosotras nos ha encantado.